José
Antonio Ortega Lara fue un funcionario de prisiones secuestrado en el año
1996 por la banda terrorista ETA. Pasó 532 interminables días encerrado en
un húmedo zulo (cercano a un río) de 3 metros de largo por 2.5 de ancho, apenas sin
ventilación y en condiciones infrahumanas. Sólo podía dar tres pasos seguidos
en aquel boquete, sin luz natural –únicamente una pequeña bombilla lo
iluminaba- y sólo le daban para comer fruta y verduras. En su largo cautiverio
perdió 23 kilos de peso.
Lo
que tuvo que sufrir en esos días sólo él lo sabe, rehén de una banda terrorista
que negociaba lo innegociable. La soledad, la angustia, el deterioro de su
salud, el maltrato psicológico, la incertidumbre, la ausencia del más mínimo
contacto con familiares y amigos… debieron de minarle la moral día tras día.
Cuando finalmente la Guardia
Civil lo liberó, sus primeras palabras fueron “Mátame de
una vez y dejadme en paz”. Creía que quien tenía delante era uno de sus
secuestradores y no a sus rescatadores. No he querido omitir esta frase, aunque
pueda parecer contradictoria con el resto del post, porque me parece que una
persona que pasa por esta experiencia tiene derecho a decir lo que le dé la
gana. Con el paso de los años su pensamiento ha ido evolucionando, y como
leeréis a continuación, ha querido compartir públicamente su fe y su
extraordinario testimonio de maduración creyente.
Poco después de su liberación afirmó que durante el
secuestro “procuraba hacer algo de ejercicio todos los días, leer lo que me
dejaban y, sobre todo, rezar. Hubo días que recé hasta nueve rosarios”. La
cuñada de Ortega Lara es religiosa de clausura en Madrid y
sus declaraciones poco después de la liberación de José Antonio tampoco
tienen desperdicio: “Estoy verdaderamente admirada con mi familia, porque nunca
les he oído maldecir, ni insultar a los secuestradores, ni palabras de rencor.
La fe, el amor y la unión de todos se la debemos a mis padres”.
¿Por qué hablar ahora de Ortega Lara, y sacar a relucir
su experiencia? La respuesta es que ha participado en un libro homenaje a Benedicto
XVI. En él cita unas palabras de una encíclica del Santo Padre emérito que lo
conmovieron al leerlas: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha.
Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar
con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una
necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar- Él
puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad, Él me acompaña. El que
reza nunca está totalmente solo”. (Spe salvi, Benedicto XVI),
En su comentario a estas líneas de la Encíclica , Ortega
Lara afirma que su fe ha evolucionado con el paso de los años: “Nací en
una familia de creyentes y recibí una educación religiosa, pero poco a poco me
convertí en un cristiano formal y no de fondo. ¡Qué fácil me resultaba ser
cristiano en un ambiente favorable, donde no había otra exigencia que la que tú
mismo quisieras imponerte! Pero la vida no siempre es benevolente y cómoda, a
veces te conduce por caminos tormentosos y llenos de dificultades que nunca
habías pensado transitar”.
Hoy, pasada la dura prueba y con la experiencia que le
aportó, reconoce que la oración es un pilar de su existencia: “Cuando rezo, me
siento conectado; creo que Dios me escucha y, de paso, ahuyento la soledad y el
abandono que a veces experimenta mi alma. Puede que rezar no esté de moda, pero
a mí me ha servido y me sirve como remedio para serenar mi alma en situaciones
de angustia, y me aporta seguridad cuando debo tomar decisiones importantes”.
Estamos hablando de una persona que pasó casi dos años sin
apenas contacto humano alguno. Alguien que fue tratado como un animal por
quienes podían pegarle un tiro en la nuca en cualquier momento. Y sin embargo,
esa experiencia le ha llevado a ser solidario con todo sufrimiento humano: “Acabas
por entender que tus oraciones, e incluso tus sufrimientos, pueden serle de
gran utilidad a otras personas, a quienes deseas que nunca tengan que padecer
lo que tú has sufrido”
Confiesa que su oración se fue purificando. Al principio,
solo rezaba por su liberación y por sus seres queridos pero con el paso de los
días “rezas de corazón, y el alma se va liberando poco a poco de la
desesperación que la aterroriza y que te hace sentir despreciado, abandonado y
desahuciado. Incluso cuando ya has perdido la esperanza de retomar el tren de
tu vida anterior, sientes que Dios está a tu lado como un amigo que comparte
contigo tu desdicha, observa en silencio, reza contigo y no hurga en tu herida”.
Ortega Lara es un ejemplo en vida de que en momentos
donde humanamente ya no se puede más, la fe es una razón para mantener la
esperanza. “Mi fe en Dios permaneció viva entonces, durante mi secuestro, y lo
sigue estando ahora; no se resquebrajó a pesar de la dura experiencia vivida,
sino que pienso que salió fortalecida, Confiaba y confío en Dios. Sé que nunca
me abandonará y eso me reconforta y me ayuda a seguir viviendo”.
Nadie debería pasar por situaciones como ésta. Nadie debería
experimentar la soledad, el abandono y la pena que el sufrió. Pero se agradece
que haya querido compartir su experiencia con quienes llevamos un cristianismo
acomodado, y que nos demos cuenta que nuestra fe debe ser fuerte, porqué no
sabemos cuándo, ni de qué modo, nuestra existencia será puesta a prueba.
Gracias, José Antonio Ortega Lara.
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