El abad de un monasterio se hallaba
muy preocupado. Años atrás, su monasterio había visto tiempos de esplendor. Sus
celdas habían estado repletas de jóvenes novicios y en la capilla resonaba el
canto armonioso de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya
no acudía al monasterio a alimentar su espíritu. La avalancha de jóvenes
candidatos había cesado y la capilla se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos
pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones.
Un día, decidió pedir consejo, y acudió a un anciano obispo que tenía fama de ser hombre muy sabio en su avanzada edad. Emprendió el viaje, y días después se encontró frente al buen hombre. Le planteó la situación y le preguntó: "¿A qué se debe ésta triste situación? ¿Hemos cometido acaso algún pecado?". A lo que el anciano obispo respondió: "Sí. Han cometido un pecado de ignorancia. El mismo Señor Jesucristo se ha disfrazado y está viviendo en medio de ustedes, y ustedes no lo saben". Y no dijo más.
Un día, decidió pedir consejo, y acudió a un anciano obispo que tenía fama de ser hombre muy sabio en su avanzada edad. Emprendió el viaje, y días después se encontró frente al buen hombre. Le planteó la situación y le preguntó: "¿A qué se debe ésta triste situación? ¿Hemos cometido acaso algún pecado?". A lo que el anciano obispo respondió: "Sí. Han cometido un pecado de ignorancia. El mismo Señor Jesucristo se ha disfrazado y está viviendo en medio de ustedes, y ustedes no lo saben". Y no dijo más.
El abad se retiró y emprendió el camino de
regreso a su monasterio. Durante el viaje sentía como si el corazón se le
saliese del pecho. ¡No podía creerlo! ¡El mismísimo Hijo de Dios estaba
viviendo ahí en medio de sus monjes! ¿Cómo no había sido capaz de reconocerle?
¿Sería el hermano sacristán? ¿Tal vez el hermano cocinero? ¿O el hermano
administrador? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos… Pero el
anciano obispo había dicho que se había "disfrazado". ¿No serían
acaso aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el convento
tenían defectos… ¡y uno de ellos tenía que ser Jesucristo!
Cuando llegó al monasterio, reunió a sus
monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos
unos a otros. ¿Jesucristo… aquí? ¡Increíble! Claro que si estaba disfrazado….
Entonces, tal vez… Podría ser Fulano.. ¿O Mengano? ¿O….?
Una cosa era cierta: Si el Hijo de
Dios estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo
que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. "Nunca se
sabe", pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, "tal
vez sea éste…" El resultado fue que
el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron
a acudir decenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la
capilla volvió a resonar el jubiloso canto de los monjes, radiantes del
espíritu de Amor.
Tal
vez Dios se ponga en este día cantidad de disfraces para salir a encontrarte.
¿Serás capaz de verle? ¿Puedes nombrar las personas por las que Dios se comunica y conecta contigo a diario?
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