Un día, al caer la tarde, se
propuso entrenar el “salto ornamental” a nivel olímpico. La única influencia
religiosa que recibió en su vida, le llegó a través de un amigo cristiano. El
deportista no prestaba mayor atención a los “sermones” de su amigo, aunque le
escuchaba y alguna vez debatían sobre muchos temas religiosos. Pero nunca se enfadaban;
reían juntos, disfrutaban de la amistad.
Aquella tarde-noche, fue a la
piscina de la universidad a la que pertenecía. Las luces estaban todas
apagadas, pero como la noche estaba clara y la luna brillaba y entraba por la claraboya
de la piscina, había suficiente luz para practicar en solitario. El joven se
subió al trampolín más alto, caminó por la rampa hasta su borde, se volvió de
espalda y tendió los brazos, fue entonces cuando vio su sombra en la pared. Era
una silueta perfecta. La sombra de su cuerpo tenía la forma exacta de una cruz.
El muchacho, tan seguro de sí,
quedó asombrado. En lugar de saltar se arrodilló y finalmente – sin saber por qué-
le pidió a Dios que entrara en su vida. Mientras el joven permanecía quieto, en
esa actitud no menos olímpica, el personal de limpieza entró en la piscina y
encendieron todas las luces. ¡Habían vaciado la piscina para limpiarla!
Dios siempre se manifiesta
cuando le llamamos a entrar y a formar parte de nuestra vida. ¿Quién habló de
desanimarse en las clases, en el curso que empieza?
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